miércoles, 9 de septiembre de 2009

Tres veces, tres

1. Suena el timbre de la puerta de entrada. Acudo, pregunto por el telefonillo y me dice que es un trabajador del gas y que viene a leer el contador. Abro el portal, le espero en mi puerta de entrada. Al llegar, con modos muy rudos y luego haberme echado una mirada de arriba a abajo, con un cierto gesto de "desprecio" y, a pesar de ello, le dejo entrar para que haga su trabajo, le dirijo los pasos por mi casa hasta la cocina. El empleado del Gas, abre el mueble de cocina, con un gesto rudo se hace paso entre las cosas que están en el armario (mis detergentes, mis productos de limpieza) y a destajo y tirando cosas al suelo, toma los resultados con su pequeño ordenador, se pone de pie y se dispone a partir sin recoger lo que él, y sólo él ha tirado. Le comento que se le han caído unas cosas, me mira con una mirada vacía y se dirige a la puerta de entrada sin decir palabra. Se va de mi casa. Me siento ultrajada en mi propia casa.

2. Llaman al telefonillo, abro la puerta dejando entrar a alguien que dice traer algún envío. Llega a mi puerta abierta, me ve y me dice el paquete solo puede ser entregado a la señora/propietaria de la casa. Le miro sorprendida, y le digo que soy yo. Ante su sorpresa, que no su excusa, tomo el paquete de algo que esperaba llegar. Le comento que algunos inmigrantes también somos propietarios, o señor@s de nuestra casa. Su cara proyecta alguna perplejidad.

3. Suena el telefonillo nuevamente. Caray, es un afilador de cuchillos. No está mal. Me doy cuenta que trabajos que antes no se veían fácilmente ahora con la cacareada crisis están de regreso, creo que está muy bien, en cualquier caso. Cuando se abre la puerta del ascensor, yo desde mi portal observo un chico joven que es quien acude como afilador. Casi voy a celebrar de buena gana que sea alguien joven quien realice ese trabajo, pero como llevo los cuchillos en la mano, pasa a agarrarlos y antes de nada, pido precio. El dice su tarifa, miro los cuchillos y decido que de tres hago dos. Cuando el joven va a tomar el ascensor para hacer su trabajo en la calle, me dice que volverá a tocar el telefonillo para que baje a recoger los cuchillos. Le digo que no, que si los ha venido a buscar a mi casa que aquí los devuelva, y le pago.

Otra vez la cara de desprecio, la mirada de arriba a abajo. Le pido los cuchillos, decido no hacerlo. No me los clava, su mirada si. Dice al tomar el ascensor un "que me den..."
Un gesto, sólo un gesto.

Soy inmigrante, de piel oscura. Estoy en mi casa, tranquila, vestida como me place en mi hogar. No debo nada a nadie, no me meto con nadie. Todos ellos han venido a mi espacio privado, he abierto mi puerta en tono respetuoso y amigable y me he encontrado con esas miradas extraviadas y obtusas: casi un juicio. Para ellos soy la empleada doméstica, tan poquita cosa, pueden mostrarme su superioridad, incluso en el espacio al que han acudido sin ser llamados.
Me canso.

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